Le recuerdo a todos que la teoría de la insurrección, con golpe de Estado o sin él, es nuestro modo de ser conservadores. Hoy, como siempre, cuando alguien aquí le da la gana, las leyes se deben y pueden, subvertir, después vienen las Constituyentes y las democracias. Y es que mientras no dejemos de creer en resurrecciones no saldremos de la Edad Media. ¿Cuándo enterraremos a Bolívar?, me pregunto. Se puede hacer, no es Dios ....

Luis Castro Leiva, 25 de septiembre de 1998

 

En los últimos tres años he escuchado, en numerosas y variadas ocasiones, la pregunta, ¿hasta dónde va a llegar a Hugo Chávez en su “revolución bolivariana”? Me surge espontáneamente una respuesta a esta pregunta: Hugo Chávez va a llegar hasta dónde nosotros queramos que llegue, ni más, ni menos. Una respuesta que pretende desenmascarar la trampa que hay en la pregunta: su “revolución bolivariana” vs. nuestra visión de país. Mientras sea la pasividad ciudadana, derivada de la dimensión mesiánica de nuestra cultura política, la principal característica de los pobladores de Venezuela, Hugo Chávez y los suyos, llegarán hasta donde ellos quieran. En la medida en se active la ciudadanía, a través de la organización del pueblo, como sujeto de la democracia, alrededor de una visión compartida de país, se le pondrán límites a Hugo Chávez y su “revolución bolivariana”. El ejercicio activo de la ciudadanía es la garantía de que pueda darse una transformación democratizadora de la sociedad venezolana en la que, sin duda, Simón Bolívar tenga el puesto que le corresponde y las ideas bolivarianas el suyo, así como otros tantos aportes al pensamiento y la acción políticas que han hecho parte de la historia de conformarnos como nación independiente y democrática.

Desde Diciembre de 2001 asistimos a un tímido inicio del proceso de activación ciudadana orientado a poner límites a la “revolución bolivariana”. Hasta el momento, da la impresión de tratarse de un movimiento todavía más impulsado por la defensa de intereses parciales o producto de la “frustración mesiánica”, que por la política propiamente dicha. La construcción de una visión compartida del futuro colectivo no es, aún, el foco de atención principal de la actividad ciudadana. Tampoco han madurado las condiciones para la constitución de organizaciones especializadas en el quehacer político.

Una prolongada crisis de legitimidad

 

La crisis de legitimidad que produjo la caída del sistema de partidos políticos parece no haber terminado. Entre 1989 (“caracazo”) y 1998 (elecciones), la crisis de legitimidad se manifestó en la incomprensión generalizada por la pérdida de calidad de vida, debida al proceso de empobrecimiento colectivo experimentado por la sociedad venezolana por muchos años, y el crecimiento de las tendencias a la anomia social, caracterizada no sólo por el rompimiento frecuente de los comportamientos socialmente aceptados, sino también por la desaparición de la moral pública, sustituida por la moral privada e individual como justificación ética de las actuaciones también políticas.

 

Los intentos de golpe de Estado de 1992 fueron vividos por la sociedad con una mezcla de sentimientos ubicados entre el rechazo a una forma antidemocrática e inmoral de sustituir al gobierno y la satisfacción producida por el intento de recuperar la pureza moral del ejercicio político de la democracia, superando tanto la mediatización de la participación política impuesta por los partidos centralizados, como sus desviaciones clientelistas. Ante las insurrecciones cívico-militares de 1992, la sociedad venezolana mostró sus cimientos democráticos y republicanos. Su compromiso con un manejo justo y honesto de la cosa pública y el compromiso con los modos democráticos de tomar las decisiones políticas.

 

La salida institucional de Carlos Andrés Pérez de la Presidencia de la República y las elecciones de 1993 confirmaron la posibilidad de “purificar” la vida republicana a través de canales democráticos, legales y legítimos, propios de la moral pública. La presentación de las cabezas visibles de las insurrecciones de 1992 a las elecciones para cargos públicos se convirtió no sólo en la oportunidad de que se les reconocieran políticamente las razones de su alzamiento y la oportunidad para demostrar otro modo de gobernar, sino que se dio una nueva confirmación de las convicciones democráticas de la población venezolana.

 

Podríamos, entonces, afirmar que la legitimidad política en Venezuela está ligada a dos elementos fundamentales: la eficacia del Estado en la producción y mantenimiento de las condiciones para el acceso a una vida de calidad para toda la población y la democracia como modo de tomar las decisiones colectivas y ponerlas en práctica desde el gobierno del Estado.

 

Una propuesta política y un gobierno consolidarán su legitimidad en la medida en que logren revertir el proceso de empobrecimiento y generar el conjunto de políticas públicas necesarias para superar definitivamente la pobreza, contribuyendo a formar una sociedad productiva, socialmente justa, políticamente democrática, dentro de la comunidad internacional, donde mantiene relaciones autónomas e interdependientes con los demás pueblos y naciones del mundo.

 

La sociedad productiva es el resultado de unas políticas económicas y sociales generadoras de las condiciones para crear eficientemente los bienes necesarios y lograr su distribución de forma tal que se atiendan las necesidades básicas de todos, al mismo tiempo que se reconoce el esfuerzo productivo de los actores sociales. Requiere, por tanto, la formulación de un modelo de desarrollo sustentable con amplia aceptación social, es decir, que forme parte del horizonte compartido de los ciudadanos. No basta, como se hace aquí por la naturaleza de este ensayo, con enunciar grandes principios o expresar los grandes trazos de la utopía social que podemos compartir. La formulación detallada del modelo de desarrollo sustentable es el primer paso para trazar un plan estratégico de largo plazo y los planes de mediano y corto plazo que permitan hacerlo realidad.

 

La democracia es un modo de tomar decisiones y ponerlas en práctica que supone la existencia de un pueblo organizado, una sociedad civil formada por demócratas, como sujeto de la vida política; reconoce la pluralidad cultural, la variedad de opiniones y el debate público de las ideas. Una sociedad democrática conoce la complejidad de las relaciones que la constituyen y la existencia de conflictos de intereses; sobre esa base, renuncia conscientemente al uso de las armas para dirimirlos, es decir, utiliza exclusivamente el diálogo y la negociación como sus instrumentos para alcanzar los acuerdos básicos que, convertidos en leyes, permiten la vida común.

 

La democracia supone la desconcentración del poder, que supone la separación efectiva de los llamados “poderes públicos” y su autonomía relativa para lograr el equilibrio entre ellos como forma institucionalizada de controlar el poder que la sociedad delega en el Estado. En una democracia los ciudadanos eligen de forma directa a quienes ocupan cargos públicos con atribuciones de decisión política. Los períodos fijados previamente,  revocabilidad del mandato y la alternabilidad en el ejercicio de las funciones públicas son características propias de la institucionalidad democrática. Los elegidos, a su vez, están obligados a rendir cuentas periódicamente de su gestión ante los electores.

 

Para lograr la auténtica participación de los ciudadanos es necesaria la libre circulación de la información completa entre los ciudadanos y la obligación del Estado de ofrecerla, así como de los ciudadanos de informarse. La libertad de expresión forma parte de la libre circulación de la información, pero no es suficiente, va aparejada de la responsabilidad política y ética de quienes opinan y hacen uso de ella.

 

 El sistema de partidos, instaurado en 1958, consiguió y mantuvo su legitimidad ratificando la modernización de Venezuela como horizonte compartido, utilizando la distribución de la renta petrolera para mejorar la calidad de vida de la población y estableciendo una alianza entre aquellos actores políticos dispuestos a  establecer formas democráticas, mediadas a través de unos partidos políticos inspirados en las ideas comúnmente aceptadas en el occidente mundial, con estructuras organizativas centralizadas que privilegian la participación política de los dirigentes, militantes y adeptos a ellos. Se afianzan así los hábitos paternalistas y rentistas de una sociedad que vincula la calidad de vida a la repartición de los beneficios de la venta de hidrocarburos, recibidos y distribuidos por el Estado, más que a la capacidad productiva de la población. Aunque se producen avances en la modernización del país, tales como la urbanización, la ampliación de los servicios públicos, la industrialización sustitutiva de importaciones, etc., no se ponen las bases económicas, sociales ni políticas para la consolidación de una economía productiva (no-rentista), ni una sociedad civil sujeto de una democracia adulta. La inevitable disminución de la renta petrolera per capita, la debilidad del aparato productivo, los escasos mecanismos de distribución de la riqueza, la fragilidad de la organización popular, junto a la permanencia de actitudes mesiánicas en la sensibilidad política de las mayorías fueron debilitando la legitimidad de unos partidos incapaces de descentralizarse para impulsar las reformas políticas que llevaran a la desconcentración del poder, el fortalecimiento de la sociedad civil y compartir con ella la redefinición del modelo de desarrollo.

 

La legitimidad se le escapa entre las manos a la revolución bolivariana

 

La pérdida de legitimidad del sistema de partidos genera un extendido deseo de cambio en una sociedad que no se ha dado el tiempo para darle contenido programático a ese deseo, ni cuenta con una organización ciudadana que pueda hacerse cargo de su diseño y puesta en práctica. La población venezolana reacciona, consciente o inconscientemente, desde el fondo de su cultura política en la que conviven los hábitos democráticos, las aspiraciones a una calidad de vida moderna, el rentismo-populista y la visión mesiánica del líder necesario.

 

En la segunda mitad del siglo XX, junto a los partidos populistas y al Estado rentista, se produjeron, en organizaciones públicas y privadas, un significativo número de experiencias exitosas de funcionamiento con relaciones democráticas para la toma de decisiones, manejo eficiente y transparente de recursos, aprendizaje de la productividad, dirigidas a promover la participación responsable y poner las bases de una transformación del país desde sus bases. La corriente de descentralización política y administrativa que se generó en Venezuela en la década de los ochenta fue un ambiente propicio para el surgimiento de experiencias locales y regionales que dieron densidad a los hábitos democráticos y abrieron espacios al ejercicio de liderazgos más horizontales por su cercanía e interacción con los ciudadanos.

 

El deseo de cambio que invade la sociedad venezolana en la última década del siglo XX se inspira, fundamentalmente, en la necesidad sentida por vastos sectores sociales de superar una etapa que había dado de sí todo lo que podía; entre otras cosas las condiciones para la profundización de la democracia y las bases de una sociedad moderna. Es la razón de fondo por la cual, a pesar del empobrecimiento y la frustración política, se ha transitado este complejo, conflictivo y prolongado proceso de cambio político, social y económico de una manera pacífica. A lo largo del siglo XX los habitantes de Venezuela experimentamos la posibilidad de vivir sin guerras civiles y sin la necesidad de apelar a la fuerza de las armas para dirimir conflictos o propiciar cambios políticos, incluso “estructurales”. Junto con el deseo de cambio para superar las etapas agotadas existe la decisión profunda de mantener la paz social lograda y evitar métodos de fuerza para impulsar la transformación.

 

  La ausencia de proyectos políticos alternativos capaces de articular, no sólo los deseos de superación democrática y pacífica del rentismo-populista, sino las personas y organizaciones con experiencia ciudadana en los más variados ámbitos de la sociedad, el Estado y la geografía venezolanas, es la causa de una buena parte de la incertidumbre ambiental, del “no saber hacia dónde vamos” y de la creciente sensación de desencanto.

 

 La inmediata popularidad adquirida por la cabeza visible de una, fracasada y rechazada, insurrección militar se alimenta de esa ausencia de proyectos y programas de superación de la etapa del deslegitimado sistema de partidos. Las condiciones de la coyuntura no ayudan a ir más allá de las convicciones arraigadas en la población como la que afirma: “Venezuela es un país rico con una población empobrecida, porque ha sido mal administrado y asaltado por la corrupción de sus élites económicas y políticas. Por consiguiente, lo que se necesita es un grupo de personas honestas y capaces que tome las riendas del gobierno para volver a experimentar los vientos favorables del progreso”.

 

Hugo Chávez Frías aprende rápidamente a sintonizarse con esa onda de la cultura política y logra aglutinar, detrás de sí, un movimiento complejo cuya mayoría conforma en 1998 lo que Alberto Arvelo Ramos[1] denomina el chavismo popular y democrático. Esa mayoría de la población desencantada, desvinculada afectivamente de los partidos tradicionales, por lo que no se siente amenazada por los ataques contra ellos, esperan que con Chávez a la cabeza se dará el deseado viraje político radical, según su palabra, de una manera institucional y respetando los derechos humanos, económicos y políticos. Esta corriente envuelve el núcleo de sus compañeros de asonada organizados en el Movimiento Bolivariano Revolucionario-200, entre los cuales predomina la corriente militarista, sin aspiraciones ni compromisos democráticos, si bien se aprovechan de su pertenencia a unas Fuerzas Armadas con arraigada imagen institucional. En el seno de esta corriente, partidaria de la dictadura militar plena como fase necesaria de la purificación de la patria, convergen militares del MBR-200 y civiles de tradición izquierdista, con vasta experiencia militar en la guerra de guerrillas de la década de los sesenta. En el tren de Chávez se embarcan también los partidarios de la formación de un partido único, centralizado, que gradualmente tome completamente las riendas del poder. Esta corriente forma el núcleo del Movimiento V República (MVR) que funciona como plataforma electoral para aglutinar al chavismo popular y democrático, al mismo tiempo que se prepara para establecer las “correas de trasmisión” desde la cabeza a toda la sociedad, una vez en posesión del Estado y del Gobierno. La ambigüedad de la situación política hace posible que alrededor de la figura de Chávez se constituya el llamado Polo Patriótico al que se integran grupos de izquierda incluyendo al MAS, en ese momento “partido de Gobierno” presidido por el Dr. Caldera.

 

El triunfo electoral de Hugo Chávez y la popularidad, de la que goza en los primeros dos tercios de su gobierno, se basan en el apoyo del chavismo popular y democrático, siempre bajo la presión de las otras corrientes que conviven en el chavismo. La convocatoria y realización de la Asamblea Nacional Constituyente, el referéndum aprobatorio de la Constitución de 1999 y las repetidas elecciones del 2000, sintonizan con los elementos democráticos de la cultura política de las mayorías y afianzan la posibilidad de impulsar los cambios por la vía democrática. Sin embargo, la manera cómo se manejaron tanto la elección de los diputados a la Constituyente como los debates en su seno, por una parte limitaron su representatividad de toda la sociedad y, por la otra, no aprovecharon la oportunidad de avanzar en la construcción de una visión de país compartida por extensos sectores sociales.

 

Al mismo tiempo, Hugo Chávez ejerce un tipo de liderazgo con cargados rasgos personalistas. Acentúa la relación directa con la población, obviando instancias intermedias y contribuyendo más a la desarticulación de las asociaciones existentes que a la consolidación de la organización popular. Su estilo de gobierno se inscribe en la misma línea: es el único vocero e instancia de decisión, se desdibujan las figuras del Vicepresidente, los ministros, gobernadores y alcaldes. Tanto el equilibrio político por la división de los poderes públicos como la descentralización quedan en la retórica de su verbo abundante, sin disimulo alguno. La consecuencia es la paulatina pérdida de legitimidad tanto de la figura como del régimen encabezado por Hugo Chávez.

 

En la economía, el gobierno ha logrado una gestión macroeconómica aceptable, marcada por el descenso de la inflación, la regularidad en la cancelación de la deuda externa, reservas internacionales a niveles elevados y crecimiento discreto del PIB. Sin embargo, esta política económica también ha producido una sobrevaluación del bolívar, por consiguiente, el aumento de las importaciones, de la salida de capitales y la disminución de las posibilidades de generar empleo, tampoco incentiva la diversificación de la economía ni industrialización de la actividad petrolera, ni da señalas claras de un conjunto de políticas públicas que sean los primeros pasos estructurales hacia la superación de la pobreza.

El gobierno de HCF tampoco logra detener el proceso de deterioro de los servicios públicos ni la disminución de la capacidad de gestión de las instancias públicas. A lo que se suma que el estilo de liderazgo de HCF dificulta una “política de alianzas” que permita mantener el apoyo del chavismo popular y democrático en el que encontró la fuente de legitimidad necesaria para llegar a la Presidir el Estado y ensanchar la base social de apoyo a la transformación deseada. No hay gestos claros, por parte del Presidente Chávez, de que acepte la pluralidad social, ideológica y política del pueblo como el espacio en el que puede construir un sistema de alianzas sin prescindir de ninguno de los elementos que van a hacer posible la transformación del país bajo su dirección. Por el contrario, entrampado en su estilo personal, agresivo y confrontador, logra más bien alejar aquellas personas o grupos dispuestos a contribuir con el éxito de su gestión, aportando su experiencia y capacidades en áreas específicas, aunque no se identifiquen con todo lo que se dice o se hace desde el gobierno. Una efectiva política de alianzas, especialmente en una oportunidad de transformación novedosa como la que se presenta en Venezuela, requiere deslindes ideológicos y políticos muy claros que sólo son posibles desde una propuesta y una estrategia de largo plazo. Tal propuesta da identidad al núcleo que ejerce el poder y permite establecer los diversos grados de alianza con otros actores políticos y sociales. Una política de alianzas mantiene su efectividad a través de contactos sistemáticos y periódicos de discusión política con los distintos “anillos” de aliados. Más aún, una agresiva actitud de contactos y conversaciones con actores políticos distintos a los aliados, robustece la legitimidad democrática del proceso de transformación.

En el ambiente internacional se ha pasado de una mirada “curiosa”  al proceso venezolano, tolerante en algunos casos y de apoyo en otros, a una mirada preocupada por las perspectivas que empiezan  a vislumbrarse ante la pérdida de legitimidad. La trayectoria de un cambio estructural, conflictivo pero pacífico, siguiendo cauces democráticos, despertó en América Latina y el Caribe positivas expectativas de nuevos caminos en busca de la justicia social, el respeto de las autonomías culturales y nacionales, formando parte activa del sistema internacional, después de los fracasos de las vías armadas para implantar alternativas socialistas y el desprestigio de las dictaduras militares para sostener estructuras de injusticia social. Expectativas semejantes surgieron en países europeos y de otros continentes.

En el caso de los EE.UU., se pasa de una comprensión flexible del proceso venezolano a una reserva con desconfianza creciente y, últimamente, a claros mensajes de advertencia política. Sin duda que el endurecimiento de su postura como “imperio hegemónico” en el mundo actual, a raíz del ataque terrorista del 11 de Septiembre de 2001 en el propio territorio americano y afectando sitios simbólicos como el Pentágono en Washington y las Torres Gemelas de Nueva York, es un factor importante en el cambio de postura del gobierno norteamericano hacia el régimen encabezado por Hugo Chávez, sobretodo porque su reacción no se acomodó a las expectativas de Washington. Pero también influye la lectura de los signos internos de pérdida de legitimidad y un manejo poco hábil de la política exterior tradicional venezolana en la que se ha mantenido la amistad efectiva con los EE.UU., como seguro abastecedor de petróleo, al mismo tiempo que se contribuye consecuentemente con el surgimiento de una comunidad internacional multipolar, basada en el reconocimiento de la diversidad de los pueblos.

Este conjunto de factores, entre los que destacan las tensiones internas de los chavismos, lleva a que en tres años de gobierno el Presidente Chávez no haya logrado la estabilidad política necesaria para convertirse en la cabeza del ansiado proceso de superación de la etapa rentista-populista del país. En este momento hemos llegado al “clima político”(estado de ánimo desesperanzado) que se produjo antes del triunfo electoral de HCF en 1998, durante los períodos de Caldera II y Pérez II y el momento de la salida institucional de Carlos Andrés Pérez en 1993. Hemos experimentado un alarmante recorte temporal del ciclo esperanzas-frustración. Chávez está cerca de perder una oportunidad política sin precedentes al írsele entre las manos la legitimidad a la “revolución bolivariana”.

 Dónde estamos

 Las apariencias, el agresivo lenguaje presidencial que identifica “no estar con él” con “estar en contra suya” y el bombardeo de los medios de comunicación social, describen a Venezuela como una sociedad “dividida en dos toletes” antagónicos: el chavista y  el antichavista. Esta es una visión chata y falsa de la sociedad venezolana que ha hecho posible mantener esta difícil transición dentro de los canales de la paz y la democracia. Es evidente la existencia de dos polos extremos y claramente diferenciados que representan sendas percepciones, en este momento irreconciliables, del presente y del futuro. Cada uno de esos polos es social y políticamente minoritario. Son, además, polos con posiciones más viscerales-emotivas que políticas, incapaces, por ahora, de ofrecer alternativas de concepción del país y de caminos programáticos para llegar a ellas.

La mayoría de los habitantes de Venezuela, incluidos muchos partidarios del régimen “bolivariano”, aliados del chavismo, funcionarios del Estado y miembros del Gobierno, se encuentra en posiciones intermedias, más lejos o más cerca de estos polos antagónicos. Por consiguiente, la posibilidad de superar la crisis de legitimidad mediante la construcción de un horizonte compartido de país, la profundización de la democracia y la elección entre programas y equipos alternativos de gobierno, depende, en buena parte, de cómo se comporte esa mayoría convertida en ciudadanía activa.

En este contexto se entiende bien la importancia que tiene el modo cómo se generen las alternativas al momento que se vive. Si la percepción visceral predomina y las acciones de la oposición se concentran en “salir de Chávez” lo antes posible y a cualquier costo con la consiguiente defensa a ultranza de los partidarios del gobierno, quedarán confirmadas las palabras de Luis Castro Leiva que encabezan este ensayo: la insurrección será el modo de conservar y apuntalar la dimensión mesiánica de nuestra cultura política, bien sea porque se logra el cambio de líder o porque se precipita al actual a la dictadura o se presenta una dictadura militar salvadora. Siguiendo este camino los problemas económicos, sociales y políticos que incitan al cambio, lejos de solucionarse, se agravarían.

Si, por el contrario, la mayoría de la sociedad venezolana convierte esta ocasión en oportunidad de crecer en ciudadanía empeñándose en manejar la situación ejercitando las actitudes y formas democráticas, buscando salidas negociadas entre soluciones alternativas, fruto del diálogo en el que tienen cabida todas las tendencias, que permitan la solución gradual de los problemas de la sociedad venezolana y contribuyan a la transformación radical de las dimensiones rentistas y mesiánicas de la  cultura política, se pondrá Venezuela en el camino de superar la etapa de la democracia tutelada.

 Trasfondos ideológicos en pugna

 También es un lugar común, en la opinión pública coyuntural, la afirmación sobre la inexistencia de ideas políticas en el actual momento venezolano, por lo que se concluye la imposibilidad de salidas negociadas y se deja la confrontación de fuerzas como la única salida “realista”. Con sus matices, existen dos grandes tendencias ideológicas en la Venezuela de hoy: el republicanismo purificador y el civilismo democrático.

El republicanismo purificador se inspira en las ideas republicanas, tradicionales y actuales, que anteponen moralmente el valor de lo público a los espacios individuales. La “salud de la república” exige el sacrificio de sus ciudadanos honestos cuya moral publica los impele a dar la vida por rescatarla de su postración manifestada en la corrupción generalizada, el aprovechamiento de los recursos públicos para beneficio de intereses particulares, la postergación de los programas dirigidos a los sectores menos favorecidos, la pérdida de la soberanía y de la identidad nacional.

El republicanismo purificador reconoce a la democracia como el régimen ideal de gobierno. Sin embargo, cuando el grado de deterioro de la república es tan grande que sus ciudadanos han perdido la posibilidad de vivir en democracia, se hace necesaria una dictadura restauradora que obligue a quienes han dejado perder las libertades a recuperar la virtudes cívicas necesarias para volver a vivir como ciudadanos libres. Mientras tanto, la democracia se concentra en el ciudadano honesto que toma las riendas de la purificación. El programa purificador del republicanismo, a finales del siglo XX en Venezuela, encuentra refuerzos ideológicos en la tradición positivista del Cesarismo Democrático y en la tradición organizativa centralizada leninista de los partidos políticos. El positivismo postula la concentración de la representación de los verdaderos intereses del pueblo en una persona, a la cabeza de un régimen que imponga el orden o condiciones necesarias para el progreso o planes económicos y sociales, en los que sustente la ciudadanía capaz de vivir en democracia. La tradición leninista de los partidos históricos venezolanos refuerza esta idea de una dirección política central, en manos de políticos profesionales, auténticos representantes (vanguardia) de los intereses futuros del pueblo, que se pone a la cabeza de una organización vertical para dirigir el proceso social hacia un futuro sin explotación.

Las ideas del republicanismo cívico tienen en las Fuerzas Armadas de Venezuela su mayor espacio de trasmisión y vigencia. Durante todo el siglo XX y a lo largo de toda la carrera militar, se cultivan sistemáticamente los valores del republicanismo cívico en el seno de las Fuerzas Armadas Venezolanas, de manera que estas ideas forman parte del bagaje institucional de los militares venezolanos. El mejor programa político inspirado en las ideas positivistas ha sido el Nuevo Ideal Nacional puesto en práctica por el Gobierno de las Fuerzas Armadas presidido por el General Marcos Pérez Jiménez en la década de los cincuenta. Las figuras de los Presidentes militares, Generales Eleazar López Contreras e Isaías Medina Angarita, gozan de muy buen cartel entre los militares venezolanos de las generaciones jóvenes, como también en otros sectores de la sociedad. Son vistos como iniciadores de la “democracia” aunque nunca hayan sido elegidos en comicios libres, mantenido la división de poderes o instaurado motu proprio las libertades civiles.

No es de extrañarse, entonces, que haya sido un grupo de jóvenes militares, agrupados en torno a las ideas bolivarianas en el Movimiento Bolivariano Revolucionario-200 quienes hayan insurgido, en plena decadencia y pérdida de legitimidad del sistema de partidos, para rescatar al país, sacrificando sus carreras y su vida en nombre de la república.

Tampoco es de extrañarse que este grupo de oficiales jóvenes hayan sintonizado con los civiles más aferrados a la tradición leninista en incluso hayan esculcado ideas más radicales de redención popular para purificar la república, llevándola a un grado superior de organización política alternativa a la forma representativa tradicional para catapultarla a la democracia participativa, centrada en el poder del pueblo “que tiene un solo rostro y no se puede realizar nada más que de una sola manera: por los congresos populares y los comités populares”[2]. Las ideas del Libro verde que fustigan las apariencias de democracia existentes en el mundo occidental, basadas en la separación de poderes y la acción política a través de partidos, encuentran un excelente receptáculo no sólo en las jóvenes mentes de los militares bolivarianos, sino en buena parte de los creadores de opinión pública en Venezuela que asociaron ingenuamente la pérdida de legitimidad del sistema de conciliación de élites y partidos políticos con un insistente lenguaje anti-partido que todavía perdura y llega al extremo de contraponer sociedad civil y partidos políticos, concluyendo que la democracia debe prescindir de los partidos y afincarse sólo en la sociedad civil, definida con la misma vaguedad que pueblo en la cita de Gadhafi o el soberano en la boca de Chávez.

La propuesta caudillo-ejército-pueblo, escuchada a Norberto Ceresole quizás por casualidad, entra como una gota de agua en esa esponja ideológica que ha ido concibiendo el Movimiento V República, con sus Redes Sociales, Asambleas Populares y Círculos Bolivarianos, como el partido único de la revolución cívico-militar que instaurará la verdadera república bolivariana en Venezuela.

Como se sabe, el republicanismo cívico, a diferencia de las democracias tradicionales, no postula plazos temporales preestablecidos al ejercicio del poder político. La purificación de la república es una tarea que se traza objetivos que están por encima de los períodos previstos en las leyes. El César Democrático, Tirano Honesto, Caudillo Necesario, Líder Esclarecido o como se lo quiera llamar, no está sometido a plazos o períodos previsibles de antemano. Su ejercicio del poder político está comprometido con el deber trascendental de recuperar la república.

La otra tendencia ideológica, el civilismo democrático, se ubica en la tradición de la democracia representativa, con división de poderes para que se controlen mutuamente, postula la alternabilidad en el ejercicio de las funciones públicas, la rendición de cuentas periódicas de los elegidos a los electores, la revocabilidad del mandato y el sometimiento a la ley de todos los ciudadanos y funcionarios públicos. Reconoce que el pueblo, es decir, los ciudadanos organizados o sociedad civil, son el sujeto de la vida pública en democracia y el Estado está a su servicio, dentro del marco de la ley, producto del consenso social.

También esta corriente tiene su tradición en Venezuela y no es ajena a la ideas republicanas desde las que se planteó la lucha del civilismo contra el militarismo a lo largo de todo el siglo XIX. La constitución de un Ejército regular, identificado con la tradición republicana significó una derrota contundente del militarismo, así como el sometimiento institucional de las Fuerzas Armadas al poder civil representado por el Presidente de la República, Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, sin provenir de la carrera militar ni pretender conocimientos en el área, sencillamente como símbolo del papel de las armas en la vida republicana y democrática.

Los partidos políticos modernos del siglo XX, con sus características populistas, policlasistas y organizativamente centralizados son la otra fuente de ideas y experiencias democratizadoras en la tradición pública venezolana. La pérdida de legitimidad del sistema de partidos, analizada más arriba, no significa la ausencia de frutos de la siembra de actitudes y formas democráticas a través de la formulación de programas políticos, organizaciones para difundirlos, lograr su mayoría y ponerlos en práctica desde el gobierno, respeto a las decisiones electorales, alternabilidad en los cargos públicos, etc.  A ella se suma la experiencia, referida más arriba, de muchas y variadas formas de organización popular exitosas, democráticamente conducidas. Son estos frutos los que permiten proponer esta etapa de la vida política venezolana como profundización de la democracia.

La consolidación del civilismo democrático requiere de un acelerado proceso de fortalecimiento de la sociedad civil, de manera que a través de la organización popular democrática disminuya el déficit de ciudadanía con que nos dejó el sistema de partidos y se conforme un auténtico tejido social democrático que haga normal el diálogo, la negociación y los acuerdos entre actores divergentes como la forma de tomar decisiones y ponerlas en práctica.

Profundizar la democracia exige que, desde esta posición ideológica, se formulen programas posibles de desarrollo económico sustentable en los que se avance gradual y sistemáticamente hacia la justicia social, cuyo signo básico es la superación de la pobreza. Profundizar la democracia requiere organizaciones políticas[3] capaces de organizar el número de personas suficientes para dar a conocer el programa por el que quieren llevar a la realidad las ideas políticas que los identifican, lograr el apoyo mayoritario de los electores y ejecutarlo desde el gobierno del Estado.

La mayor parte de la población venezolana no ha escogido conscientemente entre una de estas dos líneas ideológicas. Más aún, dentro del chavismo, especialmente en su corriente popular y democrática, así como en algunos de los partidos que lo apoyan, coexisten elementos de ambas corrientes. Algo parecido podemos decir de la Fuerza Armada. En la mayor parte de sus miembros encuentran resonancia las ideas republicanas y las ideas democráticas.

Cobra, pues, pleno sentido evitar las clasificaciones simplistas de una sociedad “dividida en dos toletes”, negándose a mirar su pluralismo multicolor, complejo y fecundo. Sólo se puede ser libre si se piensa. Es el momento de pensar serenamente para mantener y aumentar nuestra libertad como personas y como pueblo. Para pensar es necesario perder el miedo, pero no por la adrenalina que lo oculta y desinhibe los comportamientos derivados de las reacciones viscerales. Las vísceras no piensan, como tampoco los sentimentalismos, aunque tengan inspiración moral. Piensan las personas humanas maduras, sensibles a las situaciones que viven, capaces de poner la mirada en el largo plazo y ordenar sus acciones inmediatas hacia él, sin dejarse arrebatar por el inmediatismo que no mide consecuencias. Piensan quienes han perdido el miedo a la muerte y no pueden vivir como esclavos.

 Hacia donde vamos

 Los síntomas de una nueva crisis de legitimidad obliga a tratar de delinear los principales cursos de acción posibles y sus principales ingredientes.

El primer curso de acción podemos llamarlo blanco y negro. Cada uno de los polos actuales se hace más rígido en sus posiciones, intenta copar el mayor espacio político posible hasta llegar a posiciones antagónicas que obligan a la sociedad a decidirse entre uno u otro, pues no pueden existir al mismo tiempo. Cada uno de los polos está convencido de que puede salir triunfante de la confrontación, aceptada como inevitable.

Este curso de acción sería el resultado de un aumento gradual, más o menos acelerado, de la conflictividad política y social que obligue al Gobierno a hacer un uso cada vez mayor de medidas de contención y hasta de represión. Se va, entonces, estrechando el espacio para el ejercicio de las libertades públicas y se van perdiendo las condiciones mínimas para el funcionamiento de un Estado de Derecho.

Planteado así, el dilema entre uno u otro polo se resolverá por las armas, usadas para la disuasión o la persuasión. Por eso cada uno de los polos buscará poner de su lado a los componentes de la Fuerza Armada, especialmente al Ejército y la Guardia Nacional, así como a las Policías, sobretodo a la Metropolitana, por su número y poder de fuego.  Siguiendo la misma lógica, cada uno de los polos intentará armar grupos entre sus propios militantes.

Por la vía del blanco y negro tienen una ventaja comparativa quienes están en el gobierno porque tienen un acceso más directo al uso de la represión y al control de los cuerpos armados. Para que el polo opositor radicalizado cuente con las armas se necesita una fractura de la institucionalidad militar y policial que lleve a una sublevación significativa de las Fuerzas Armadas y la Policía Metropolitana contra el Gobierno.

Se avanza en esta dirección en la medida en que las corrientes militaristas y de partido único que conforman el chavismo tengan mayor influjo sobre las decisiones coyunturales del Presidente Chávez. Estas corrientes tienen una presencia muy significativa en el recién creado Comando Político de la Revolución. La corriente militarista forma el anillo de mayor confianza del entorno presidencial. Quienes representan al chavismo popular y democrático, se han alejado o han sido alejados de los núcleos más influyentes en el Presidente, que tampoco ha mantenido o establecido puentes sistemáticos y frecuentes con otros actores sociales. La continua movilización de masas adeptas, con las que el líder entra en contacto rugiente desde un camión en marcha o una lejana tarima de orador de mítines, contribuye a limitar la percepción de la variedad de reacciones existentes en el país y hace difícil la captación serena de los signos de pérdida de legitimidad. Es una posición que facilita interpretar la coyuntura como producto de una conspiración manejada desde los centros de poder internos y externos, canalizada a través de los poderosos medios de comunicación, cuyos dueños forman parte de esa conspiración. La tentación, entonces, es darle el palo a la lámpara, decretando un estado de excepción y establecer gradualmente, o de golpe, una dictadura militar con Chávez a la cabeza, en el supuesto que se logre el suficiente apoyo de la Fuerza Armada.

El polo opositor radicalizado cuenta con que tendrá el apoyo incondicional de la comunidad internacional, especialmente de los Estados Unidos. Están seguros que estos no van a permitir una dictadura chavista en Venezuela. Están convencidos, por su parte, de lograr el apoyo mayoritario de la “sociedad civil” y cuentan, también, con que la institucionalidad de la Fuerza Armada y las Policías inclinará estos cuerpos armados en contra de la instauración de la dictadura chavista y se pondrán del lado de una salida de Chávez. Su estrategia es ir “calentando” el ambiente político, a través de presencia en las calles y voces críticas amplificadas a través de los medios de comunicación, hasta llegar al punto de ebullición que permita convocar una huelga general que obligue al gobierno a irse, por las buenas o por las malas. La consecuencia será un régimen más duro o más suave según sea la resistencia que ofrezca el chavismo y lo que sea aceptable para que la comunidad internacional mantenga su apoyo.

Este curso de acción que hemos llamado blanco y negro, en cualquiera de sus modos, se aleja de las dimensiones que sustentan la legitimidad democrática y nos saca del curso de la historia que lleva a una profundización de la democracia.

 

El curso de acción alternativo me atrevo a llamarlo transformador. Ante los signos de una nueva crisis de legitimidad se activa la participación ciudadana en forma individual y organizada de modo que se manifiesta la pluralidad de la sociedad venezolana y se expande el espacio político entre los polos en pugna hasta reducirlos a sus expresiones “duras” o radicalizadas. Se pone así de manifiesto la existencia de un sustrato democrático sólido e irrenunciable y la disposición de la sociedad venezolana a no abrirle espacio a extremismos que contradigan ese sustrato común.

 

El primer efecto de la aparición de la ciudadanía democrática como identidad mayoritaria del pueblo venezolano es el fortalecimiento de las posiciones institucionales de la Fuerza Armada y las Policías que se sentirían obligadas a preservar ese espacio intermedio y contribuir a neutralizar acciones de los polos endurecidos en contra de las libertades públicas. Simultáneamente se concitaría el apoyo de la comunidad internacional, más cómoda con procesos de naturaleza civil y legal que con situaciones de excepción, más riesgosas.

 

Un segundo efecto de la presencia activa de un pueblo organizado civil y plural sería “obligar” a los polos en tensión a flexibilizar sus posiciones. La principal responsabilidad recae, en este momento, en el Gobierno y específicamente en el Presidente Chávez quien estaría llamado a tomar la iniciativa de tender puentes efectivos con la sociedad civil activada, apoyándose más en la corriente del chavismo popular y democrático que en las otras y estableciendo una clara política de alianzas que le permita el contacto permanente con la sociedad. No se trata solamente de un cambio de tono en el lenguaje o de disminuir la frecuencia, longitud y estilo de sus intervenciones públicas como Presidente, sino de abrirse a la negociación política para definir la estrategia por la cual podemos caminar hacia el horizonte diseñado, por ahora, en la Constitución de 1999.

 

De parte de la oposición, significaría aceptar que Chávez fue elegido legítimamente, en comicios legales, para un período establecido en la Constitución y que su substitución sólo es aceptable por un pronunciamiento de los electores.

 

Del seno de la sociedad civil activada, surgirán organizaciones políticas con clara identidad ideológica, programa de gobierno y organización nacional con raíces en todos los estratos sociales; van obteniendo espacios de gobierno, a través de elecciones limpias y reconocidas, en los municipios y gobernaciones en los próximos años. Las organizaciones políticas que surjan de este proceso, además de representar la pluralidad de la sociedad civil, serán expresiones del modelo de sociedad al que se aspira por lo que en su organización y modo de relacionarse con la sociedad estará incoado el modelo que propugnan. Entre ellas existirán las organizaciones que encarnan la propuesta de la “revolución bolivariana” y el propio Movimiento V República forma parte de la alternativas a ser presentadas ante los electores. Los partidos políticos tradicionales, si quieren mantener un espacio en la transformación democratizadora, tienen que demostrar cómo han superado su propia tradición y pueden ser factores de profundización de la democracia.

 

Una posibilidad, nada deseable, es que no se alcance a evitar la crisis de legitimidad y la presión social obligue al Presidente a anticipar su salida. Siguiendo este curso de acción transformador, tendría que ser exclusivamente a través de mecanismos institucionales, previstos en la Constitución, garantizando que en un lapso muy breve se convoque a elecciones.

 

 La dinámica propuesta  en el curso de acción transformador tiene como objetivo conjurar la crisis de legitimidad, con lo cual se crean las condiciones para el surgimiento de alternativas para disputar con el Presidente Chávez las elecciones presidenciales del 2006, fecha que hoy nos parece demasiado lejana por las tensiones que se viven y por lo presente que está en el ambiente el blanco y negro. El curso de acción transformador, traería como consecuencia el cambio de la percepción de los tiempos y las urgencias. Cinco años para activar la participación de la sociedad civil, consolidar organizaciones políticas que participan en las elecciones de los distintos niveles del Estado y compitan en las nacionales es, más bien, un tiempo muy breve.

 

                                                                                                                 12 de Febrero de 2002

[1] El dilema del chavismo. Una incógnita en el poder. Ensayos para personas que detestan a los políticos. Caracas, El Centauro Ediciones, 1998

[2] Muammar El Gadhafi, El libro verde, citado por Arvelo, o.c., p.73

[3] Los partidos políticos son las formas más conocidas de este tipo de organizaciones.

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