QUE TREINTA AÑOS NO ES NADA...

“...luchamos por partidos que de haber vencido
 nos habrían enviado de inmediato a un campo de trabajos forzados,
 luchamos y pusimos toda nuestra generosidad en un ideal
 que hacía más de cincuenta años que estaba muerto.”

 Roberto Bolaño

1.-                         Eran tan descomunales los enjambres de mosquitos que sobrevolaban los pestilentes terrenos del aeropuerto de Pudahuel en los achicharrados mediodías de aquellos meses estivales de hace treinta años, que hasta se temía por los despegues y aterrizajes de las escasas aeronaves  que visitaban Chile, el modesto país que éramos entonces. Lo que no dejó de causar serios aprietos a las autoridades aeronáuticas a comienzos de 1972, pues el país estaba a las puertas de la llegada de un Tupolev que traía a un visitante excepcional. Un estremecimiento como de terremotos vibraba bajo el suelo de Santiago y el país entero se aprestaba a recibir tan histórica visita. Aunque tras catorce meses de gobierno socialista y atribulados por tantas dificultades nos habíamos habituado a sentirnos protagonistas nosotros mismos de una gran epopeya y nada parecía conmovernos más que nuestra propia y comprometida cotidianidad.

                             A pesar de los mosquitos, a pesar del desabastecimiento que comenzaba a afligir a la población precisamente ahora, cuando disponía de más dinero que nunca; a pesar de la furia ronca y contenida que se asomaba en los titulares de El Mercurio, órgano oficial del empresariado nacional, por la amenaza de expropiaciones y nacionalizaciones y a pesar de las garras que los sectores más recalcitrantes de la oposición ya comenzaban a asomar, Chile vivía uno de esos momentos inolvidables que a falta de mejor adjetivación encuentran el desgastado calificativo de “históricos”. El mundo contenía el aliento ante la insólita decisión del tradicionalmente conservador electorado chileno que había elegido en comicios pulcros y decentes a un pretendiente presidencial ya esquilmado por tantos intentos fallidos y que encabezaba ahora una coalición triunfante que pretendía nada más y nada menos que imponer un régimen socialista respetando los cauces democráticos y constitucionales. Alguien lo llamó entonces “socialismo con rostro humano”, lo que en nuestra ignorancia consideramos una redundancia. ¿Había alguno que no lo tuviera?

                             Hasta esa fecha -en verdad no recuerdo si se trataba de los meses de febrero o marzo de 1972-, las cosas no se habían dado tan mal como cabía esperar. El país todavía respiraba alborozado por el baño de esperanza que había traído un gobierno inesperado, la política implementada por los economistas de la Unidad Popular había surtido efectos benéficos, la drástica elevación del ingreso de los sectores populares había dinamizado el consumo – aunque al precio de un cierto desabastecimiento - y la oposición aún no terminaba por despertar del letargo que el impacto del triunfo de Salvador Allende había causado en sus filas. Hacia un año, en abril de 1971 y a seis meses de gobierno, la Unidad Popular había obtenido en las elecciones municipales un 50,86% de los votos, 13 puntos más que en las presidenciales de septiembre de 1970, convirtiéndose en la fuerza mayoritaria del país, así fuera por algunas décimas. De allí que algunos meses después, en las vísperas de nuestra importante visita,  los partidos de la Unidad Popular mantuvieran la iniciativa política en el Congreso Nacional, el apoyo popular se hubiera ampliado como era lógico suponer luego de un triunfo electoral tan insospechado, las fuerzas armadas mantenían un discreto y muy cauteloso bajo perfil y los sectores más moderados de la Democracia Cristiana parecían dispuestos a considerar las ofertas de un programa de desarrollo nacional propiciado por el Partido Comunista, fundamentado en la alianza entre el proletariado y el campesinado, de una parte, y los pequeños y medianos empresarios, por la otra. Era el clásico programa de desarrollo nacionalista burgués capitalizado y dirigido por una alianza progresista, tal como el propuesto al KOMINTERN por el político búlgaro Giorgi Dimitrov en la segunda mitad de los años treinta y practicado por el antifascismo militante de los partidos comunistas europeos al fragor de la segunda guerra mundial.

 

                             De modo que una cierta holgura y no poco orgullo nacional campeaban por los  corredores y despachos de La Moneda, el viejo edificio construido como sede de la casa de moneda por el arquitecto italiano Joaquín Toesca a fines del siglo XVIII en el que Salvador Allende esperaba acoger en gloria y majestad a la importante visita. La vía chilena al socialismo le daba al porfiado y tenaz estadista porteño – Allende había nacido en el puerto de Valparaíso, hacía exactamente 64 años – un brillo especial. Regis Debray, el joven intelectual francés que acabara de pasar algunos años encarcelado en Bolivia acusado de participar en las guerrillas del Ché Guevara, se había acercado hasta Santiago poco antes de la anunciada visita para entrevistarlo frente a las cámaras del cineasta chileno Miguel Littin en lo que éste,  avisado hombre de la industria y los negocios cinematográficos, denominara El diálogo de América[1]. Obedecía a la llamada “Operación Verdad”, organizada y financiada por La Moneda para dar a conocer su proyecto revolucionario a la opinión pública mundial – hasta entonces absolutamente ignorante del apasionante proceso político que se vivía en Chile. Cumpliendo también parte de esa operación, a cargo entre otros de Renzo Rossellini, hijo del afamado director de Germania Anno Zero y Roma Cittá Aperta, el mismísimo Roberto Rossellini filmaría una entrevista personal de 40 minutos con Salvador Allende llamada “La fuerza y la razón”, jamás dada a conocer, aunque comprada por la RAI y utilizada fragmentariamente luego del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973. Incluso aquel político socialista francés al que Régis Debray serviría una década después de asesor para asuntos latinoamericanos, el futuro presidente François Miterrand, se dejaría ver por palacio a la búsqueda de la fuente de la eterna sabiduría que al parecer permitía la cuadratura del círculo: una revolución pacífica y democrática. A juzgar por todos estos signos externos, la revolución chilena marchaba viento en popa, sin mayores deudas con influencias externas o manipulaciones ostensibles, ya fueran originadas en lo que entonces refulgía como imperial polo alternativo bajo el denominativo de Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas o, en mayor cercanía geográfica y espiritual, de aquella revolución que conmoviera al mundo 13 años antes en una floreciente y lujuriosa isla del Caribe convertida en modelo alternativo de desarrollo para el llamado Tercer Mundo.

 

2.-                         El visitante en cuestión era nada más y nada menos que el mismísimo Fidel Castro Ruz, Primer Ministro de la República, Comandante en Jefe de sus fuerzas armadas y Primer Secretario del Partido Comunista de Cuba, actividades todas que ponían en sus omnímodas aunque delicadas y frágiles manitas absolutamente todo el Poder de lo que se auto proclamaba por entonces y sin el menor rasgo de ironía como “el primer territorio libre de América”. No cumplía aún sus cuarenta y cinco años de edad: lucía joven, pleno de vitalidad y tan robusto como cuando había dirigido la guerra revolucionaria cubana. Tal vez por ello,  en lugar de llegar directamente a Santiago decidió entrar a nuestra larga y angosta faja por la ciudad fronteriza de Arica, en el extremo norte del país, y recorrer por tierra los dos mil kilómetros que lo separaban de la capital a grandes trancos de una caravana que visitaba triunfalmente todas las ciudades que lo separaban de Santiago. Genio y figura, capaz de capitalizar a su favor cualquier hecho notorio y colmado de autocomplacencia, quiso reproducir el recorrido espectacular que lo llevara en andas de sus barbudos hasta La Habana recién comenzando el año de 1959. En su impactante y muy publicitado recorrido visitó escuelas, fábricas, universidades bajo la aclamación de un Chile enloquecido por el héroe de Playa Girón. Se abrazó con los curtidos mineros de Chuquicamata, la mina de cobre a tajo abierto más grande del mundo, donde según contaría luego sintió una conmoción semejante a la que llevara a uno de sus modelos, Napoleón Bonaparte, a exclamarle a sus soldados desde las pirámides de Gizeh: desde aquí cinco mil años os contemplan. Y no dejó pasar la ocasión, él: un genio en el arte de la seducción, de jugar una partida de baloncesto con algunos de sus fascinados anfitriones, concesión deportiva hecha a un país que no conocía entonces ni conoce ahora el béisbol, juego predilecto de la fanaticada cubana y de su propio primer ministro.

 

                             Por aquellos años de gloria, cuando todavía cabalgaba sobre el beneplácito de la historia que ya lo había absuelto, no solía hablar apretando las mandíbulas como lo hace hoy, cuando parece contener tras el cerco de sus cerrados dientes  la maldad inagotable que parece alojarse en su desvencijado corazón. Nadie parecía notar la asombrosa diferencia entre la tersura de sus pecosas manos y las arrugas que ya comenzaban a marcarle el rostro curtido por el sol del desierto atacameño, que acababa de cruzar. Castro era un ejemplar de belleza viril incuestionable. Aferrado al paral que le servía de sostén sobre el jeep descapotable que lo conducía por las calles de Santiago el viento de esa tarde le mecía las ralas barbas, dándole un no se qué de héroe griego retornando triunfal de un lejano campo de batalla. Atónitos, miles, cientos de miles, millones de santiaguinos se apiñaban al borde de las calles que recorría su cortejo para vitorearlo en su paso tembloroso hasta la sede de la embajada de Cuba, en el elegante Barrio Alto de la entonces aldeana capital chilena. El tiempo de la civilidad esperaba aún en un horizonte demasiado lejano. Castro sólo usaba el atuendo verde oliva de comandante supremo de sus fuerzas armadas, un extraño quepis orlado de una estrella coronándole su testaruda cabeza. Fidel, milagro de milagros, estaba en Chile.

 

3.-                         Mi hijo mayor tenía entonces seis años y apenas balbuceaba el castellano. Había nacido en la maternidad estatal de Schöneberg, en las cercanías de esa misma plaza berlinesa donde poco antes John Kennedy le dijese al también mítico alcalde Willie Brandt: “Ich bin auch ein Berliner” – yo también soy berlinés. Fueron tantos sus ruegos por ver al héroe de sus juegos infantiles alemanes que a la mañana siguiente de la llegada del titán de la Sierra Maestra lo llevé en hombros hasta la Plaza Italia para volver a admirar el cortejo en que Castro y su comitiva bajaban por la Avenida Costanera, bordeando el río Mapocho, para continuar por La Alameda hasta la Plaza Bulnes, a un costado de la sede del palacio de gobierno. Era tal la multitud que colmaba los jardines y las aceras de la plaza, que terminamos  subiéndonos hasta los pies del caballo de bronce sobre el que el apuesto general Baquedano cabalga imperturbable desde hace más de un siglo luego de aplastar a los liberales rebeldes de 1851 – incluido su propio padre, el general de Brigada Fernando Baquedano, en la batalla de Loncomilla; a los indios de la Araucanía en Malleco y Renaico y a los peruanos y bolivianos como comandante en jefe de las tropas chilenas en la guerra del Pacífico. El Chile austero, conservador e imperial velaba el paso del revolucionario que venía a fundir sus símbolos republicanos para alimentar el fuego sagrado de la revolución en esta hora de los hornos, como dijera usando una dudosa metáfora José Martí un siglo antes y titulara recientemente el cineasta argentino Fernando Solanas en una apología guevariana que circulaba por los cines de autor de las capitales europeas. El ambiente era tan cinematográfico como en una superproducción hollywoodense: pasaban raudos los refulgentes Fiat 125 de los aparatos de seguridad del GAP[2] con las puertas abiertas y sus guardaespaldas medio cuerpo al borde del asfalto apuntando sus metralletas hacia pistoleros imaginarios. Era el travelling de la revolución en cinemascope y a todo color con su cortejo de violencia y su latente amenaza de desintegración. Spielberg, adorador del dictador y con tanto atraso, bien pudiera haber estado detrás de aquella alucinante parafernalia. No andaba tan lejos: tres años después rodaría el millonario best seller Tiburón. ¿Quiénes serían las sardinas?

                             Bien dice el refrán que las visitas son como los pescados: a las pocas horas apestan. Fidel no estuvo unas pocas horas; estuvo en Chile si mal no recuerdo casi un mes completo. Llegó como para quedarse a vivir entre nosotros y nunca se sabrá qué sintió Salvador Allende, un político de origen burgués conocedor de las finas artes de la cortesía y los buenos modales, ante tanta pesadez. Luis Corvalán, entonces secretario general del poderoso  Partido Comunista chileno, ha acuñado recientemente el símil de las visitas y el pescado, lo cual es claro indicio de lo que entonces pensara su partido ante la intempestiva decisión tomada por el líder cubano de extender a tales extremos su visita de cortesía. No sólo se quedó un tiempo infinitamente mayor que el que correspondía a una invitación protocolar: metió sus narices en cuantos asuntos se ventilaban por entonces a nivel político, parlamentario, jurídico y cultural en el país anfitrión. Lo recorrió de cabo a rabo, realizando un prolijo y extraordinario trabajo de agitación política. Usó todas las tribunas que estuvieron a su alcance reuniendo decenas de miles de admiradores por cuanto pueblo pasara. Aconsejó, recomendó, instruyó, confirmó, pontificó  y decidió sobre todo lo humano y lo divino, entrometiéndose incluso en los sagrados y privados recintos del domicilio presidencial, sin parar mientes ni siquiera en la alcoba en que dirimían sus diferencias el Chicho y la Tencha, sabido de todos como en efecto que la pareja presidencial no compartía el lecho y que la favorita del presidente desde poco antes del triunfo electoral de 1970, la recientemente fallecida Miriam “Payita” Contreras, era entonces una furibunda admiradora de la revolución cubana y su hijo un activo militante del pro castrista MIR chileno.

                             Eso de husmear en las intimidades de la alcoba  presidencial no le habrá resultado tan difícil: Beatriz, la hija dilecta del presidente, una joven, tímida y agraciada doctora conocida cariñosamente por todos como la Tati Allende, acababa de contraer nupcias con Luis Fernández de Oña, encargado de negocios de la legación cubana en Santiago, sin sospechar siquiera que el “diplomático” en cuestión, además de ser un altísimo funcionario del G-2, el temible aparato de seguridad y contraespionaje cubano, al parecer ya era cabeza de una familia hecha y derecha que lo esperaba en Cuba. No es difícil imaginarse las razones que la llevarían un par de años después, a pocos meses del suicidio de su adorado padre en la bombardeada sede de gobierno, a suicidarse ella misma en su soledad habanera. Como después lo haría su tía, Laurita Allende, hermana del Chicho y madre de Andrés Pascal Allende, heredero de la secretaría general del MIR a la muerte de Miguel Henríquez.

4.-                         Para ser sincero, me resultó conmovedor escucharlo en un maratónico discurso al aire libre que diera a los estudiantes de la Universidad Técnica del Estado, entonces dominada por los estudiantes de las juventudes comunistas y donde los esbirros de Augusto Pinochet detendrían un año y medio después al afamado cantautor Víctor Jara, para triturarle las manos y fusilarlo en el Estadio Chile. De eso hace exactamente treinta y un años. Haciendo alarde de un profundo conocimiento del materialismo histórico, que Salvador Allende a pesar de su cultura sin duda no poseía, se permitió darnos un detenido paseo de varias horas por la historia de la humanidad y sus logros, conflictos y revoluciones, siempre bajo el hilo ductor de la lucha de clases. Para lo cual narrar su encuentro con los mineros del cobre y relatarnos sus impresiones ante ese colosal anfiteatro esculpido en décadas y décadas de sacrificios a golpes de dinamita y gigantescas excavadoras por las curtidas manos del proletariado chileno,  le vino como anillo al dedo. Hijo del próspero hacendado gallego Ángel Castro, que lo educaría como a un señorito español digno de su piel inmaculada en un país racista hasta los tuétanos,  este cubano dicharachero que visitaba Chile por primera vez en su vida no había conocido hasta entonces más que descendientes de esclavos y campesinos ocupados en las plantaciones de tabaco y de caña, amén de algunos gallegos y catalanes encargados de las más sofisticas artes de la refinación de las centrales azucareras. Chile era distinto: contaba con usinas, grandes complejos mineros e industrias relativamente sofisticadas. Por lo tanto: con una clase obrera de tomo y lomo. Y con partidos marxistas de más de medio siglo de organización que hasta tenían experiencia de gobierno.[3] Al escucharle hablar de la proeza artesanal del proletariado chileno que le conmoviera en Chuquicamata, recordé las reflexiones poéticas de Brecht ante la colosal obra de artesanía de la invencible armada y tuve que rendirme a la evidencia de que Castro, así fuera el clásico caudillo centroamericano de sable y machete para países eminentemente agrarios, corporizaba la máxima aspiración de un intelectual marxista y revolucionario. Todos los intelectuales orgánicos de la izquierda que allí estábamos, curtidos investigadores marxistas venidos de distintos países de América Latina y del mundo – Andre Gunder Frank, Ruy Mauro Marini, Marco Aurelio García o Theotonio dos Santos – quedamos embobados. De allí nuestra envidia frente a uno de nuestros alumnos en la Escuela de Economía, un joven militante del MIR llamado Carlitos Ominami, encargado por el aparato de seguridad del partido para servirle de guardaespaldas al héroe caribeño, del que se encontraba a no más de dos metros de distancia. Una forma de agradecerle la formación militar que acababa de recibir en Punto Cero, el secreto lugar de adiestramiento guerrillero cubano para revolucionarios latinoamericanos y que para nosotros, intelectuales e ideólogos del partido condenados a aburridas tareas de formación de cuadros, elaboración de documentos de estrategia y táctica o conducción de asuntos culturales nos parecía una meta inalcanzable.

                             Muy pronto, la permanencia de Castro, quien parecía haber postergado su partida más allá de toda discreción protocolar, comenzaría a pesarnos como una losa. Si hasta entonces la Unidad Popular y el gobierno de Salvador Allende habían logrado mantener un perfil propio, estrictamente legalista y democrático, a partir de entonces la aparente tutela de Fidel sobre los asuntos de gobierno, la prepotencia con que había sentado sus reales en la sede de la embajada cubana rodeado de sus hombres de confianza y los esbirros del G-2 armados hasta los dientes –entre ellos el comandante Tony de la Guardia y el general Ochoa Sánchez, ambos fusilados por Castro 15 años después por constituir un peligro a su permanencia y la de su hermano Raúl en el Poder [4]- la agresiva y fogosa incitación a apurar el cáliz revolucionario hasta sus últimas gotas despertaron una animadversión total por parte de la oposición, alebrestada por tanta ingerencia cubana en nuestros asuntos internos y ya decididamente empujada por la CIA  y sus sectores más recalcitrantes hacia el tenebroso sendero del golpismo fascista. Como escribiendo el guión para futuras catástrofes, la actuación desconsiderada y entrometida de Fidel Castro había abierto una brecha insalvable entre los sectores más radicalizados de la izquierda chilena – el MIR y el sector Altamirano del Partido Socialista, que lo veneraban – y los moderados, encabezados por el PC de Luis Corvalán y el PS de Clodomiro Almeida y Aniceto Rodríguez, que no dejaban de asombrarse ante tanto desenfado, entrometimiento y desenvoltura.

Así, la desconsiderada y exuberante presencia de Castro en el país propiciaría y fortalecería un corte radical de no retorno entre el radicalismo inspirado en la revolución cubana y el ala moderada y pro soviética del marxismo vernáculo, que lastraría y desangraría al proceso hasta conducirlo al abismo. Aunque la verdad es que la desavenencia entre el Partido Comunista chileno y Castro no tendrían su origen en esa brutal intromisión directa en el proceso chileno: cumplía por entonces los mismos trece años que la revolución cubana. Recubría diferencias ideológicas y programáticas insalvables. Castro propugnaba la revolución armada y la toma violenta del Poder a partir de la creación de focos guerrilleros establecidos principalmente en zonas rurales de difícil penetración – el llamado “foquismo” sistematizado teóricamente por Régis Debray en su exitoso opúsculo La revolución en la revolución[5] - , mientras que el Partido Comunista chileno apostaba a la vía electoral y pacífica en andas de un poderoso movimiento obrero y campesino.[6] Sin contar con las turbulentas relaciones del Movimiento 26 de Julio con el Partido Socialista (comunista) de Cuba – partido hermano de los comunistas chilenos - durante la lucha contra la dictadura de Fulgencio Batista y el violento rompimiento de relaciones luego del triunfo de la revolución durante la famosa campaña contra el burocratismo. La especificidad del caso cubano no inmutaba a su burocracia  revolucionaria que interviniera desde su Departamento América bajo la dirección del comandante Piñeiro, Barbarroja,[7] sobre todos los movimientos revolucionarios de América Latina. Incluso al precio de la desaprobación por parte de la Unión Soviética, ganada entonces por la coexistencia pacífica y antes renuente a la radicalización del proceso chileno.

Las diferencias no fueron sólo ideológicas. Alcanzaron notoriedad en sendos hechos bochornosos que humillarían a dos de los más conspicuos miembros del PC chileno: Volodia Teitelboim, el ideólogo del partido y miembro de su Comisión Política fue literalmente expulsado por “reformista” de una plenaria de la Tricontinental – foro de coordinación internacional de los movimientos revolucionarios armados de Asia, África y América Latina - que se celebraba en La Habana,[8] mientras que Pablo Neruda, el icono cultural del comunismo internacional, sería ferozmente criticado y hasta calificado de traidor por el PC cubano a raíz de una visita suya a Washington invitado por el PEN Club norteamericano. Estas diferencias, antes que ser zanjadas, fueron profundizadas a raíz de la declaración de persona non grata a Jorge Edwards, el escritor y diplomático que la cancillería chilena, al parecer contra la propia opinión de Salvador Allende,  enviara provisoriamente a La Habana para reanudar las relaciones diplomáticas entre ambos países, mientras el congreso decidía el pláceme al embajador definitivo, aún no designado. Edwards era no sólo un intelectual cercano al PC chileno: era amigo personal y hombre de extrema confianza del vate, que en premio de consuelo por el trato siniestro que recibiera en La Habana por sus contactos con intelectuales conflictivos como Heberto Padilla confirmaría pocos meses después su nombramiento como ministro consejero de su embajada en Paris.[9]

5.-                         Muy a pesar de Gardel y visto desde la pedestre perspectiva de nuestras atribuladas existencias veinte años son una verdadera enormidad. Para qué decir treinta : el aliento vital de, por lo menos, dos generaciones.   Mi hijo, que exigiera ser llevado en hombros a ver a Fidel, es padre de dos robustos muchachitos que me han convertido en un feliz abuelo. Chile recibió el feroz castigo de diecisiete años de penitencia por haberse atrevido a soñar en una patria distinta y haber invitado a pasar algunos días – que  se convertirían en una verdadera eternidad – al entonces líder revolucionario cubano en suelo patrio. Para luego de la salida de Pinochet de la presidencia de la república  vivir la asombrosa experiencia de reunir y concertar a los jurados y mortales enemigos políticos de entonces que han gobernado hasta hoy gracias a la voluntad unitaria y el alto sentido de responsabilidad nacional de sus figuras más señeras: Patricio Aylwin, jefe de la oposición y líder de la Democracia Cristiana durante el gobierno de Allende; Eduardo Frei Ruiz Tagle, hijo del ex presidente chileno Eduardo Frei, quien fuera factotum civil del golpe de Estado; y Ricardo Lagos, socialdemócrata perseguido por la Junta de Gobierno fomentada y protegida por aquellos. Y asunto aún más asombroso: el muchachito que sirviera de guardaespaldas del heroico guerrillero de Sierra Maestra, ahora preclaro senador socialista Carlos Ominami, se convertiría en ministro estrella del área económica del presidente socialcristiano Patricio Aylwin. Allende y la Payita están muertos, como por lo demás casi todos los líderes altos y medios del MIR, entrampados en la celada de su propio voluntarismo. Y el país se ha convertido en uno de los más fascinantes y atrayentes polos de desarrollo capitalista del continente, con inversiones pioneras en áreas estratégicas de la economía de la región, tales como la energía, las finanzas y las comunicaciones. Fungiendo en una de estas últimas como líder empresarial y multimillonario cabeza de holding uno de los jóvenes políticos más radicales de la era allendista, el ex mapucista Manuel Antonio Garretón. 

                             En el resto del continente se han operado cambios de profunda trascendencia. Todas las dictaduras, con excepción de la inefable que nos ocupa, han desaparecido, dejando espacio a prometedoras democracias como la del brasileño Lula, el ecuatoriano Lucio Gutiérrez y el argentino Néstor Kirchner. Centroamérica ha dejado de constituir un volcán endémico de dictaduras y guerras civiles. Incluso ha llegado a su fin el longevo poderío único y absoluto del Partido Institucional Revolucionario (PRI) -el gran partido heredado de la revolución mexicana - que gobernara a México bajo una suerte de dictadura constitucional durante más de setenta años. Para qué hablar del mundo que, al ver desaparecido y borrado de la faz del planeta al contrapoder imperial ejercido a escala planetaria por la extinta Unión Soviética y esfumados asimismo todos los socialismos reales, se encuentra en manos de un único y tremendamente eficiente aunque abrumado gendarme, los Estados Unidos. Lo que no le ha impedido cumplir religiosamente con su democrática agenda electoral, habiendo contado desde entonces con cinco presidentes de la república. Los cambios operados en estos treinta años se cuentan entre los más prolíficos y determinantes del pasado siglo: constituyen el pivote que nos catapulta a este tercer milenio que recién comienza. China ha optado por un feroz plan de desarrollo capitalista gerenciado por sus fuerzas armadas, abandonando todos sus devaneos revolucionarios. España, entonces en las férreas y autocráticas garras de Francisco Franco es hoy una democrática potencia monárquica, gobernada por populares y socialistas, con envidiables programas de desarrollo económico y social. Tres Papas han desfilado por el Vaticano: Juan XXIII, Juan Pablo I y Juan Pablo II.  Desde que triunfara la revolución cubana, hace cuarenta y cinco años, murieron: Kennedy y Jruschov, el Ché Guevara, Mao y Ho Chi Minh, Kim Il Sung, Richard Nixon, Francisco Franco, Charles de Gaulle, Juan Domingo Perón, Patrice Lumumba, el General Omar Torrijos, Camilo Torres, Anastasio Somoza, Alfredo Stroessner, Rómulo Betancourt, Víctor Raúl Haya de la Torre, Pepe Figueres, François Miterrand, Juan Bosch, Miguel Henríquez, Bautista Van Schouwen y una incontable cantidad de líderes revolucionarios y democráticos en actos de terrorismo político, como los chilenos Orlando Letelier y Carlos Prats.  Se han vivido guerras coloniales, guerras religiosas, guerras étnicas y conflictos de diversa intensidad, incluyendo la feroz guerra de Vietnam y una guerra en miniatura librada por la posesión de un desangelado islote atlántico entre la Argentina de Videla, Galtieri & Cia. y la Inglaterra imperial de Margaret Thatcher que le costaría el Poder a los dictatoriales generales argentinos.

                             Pero desafiando las leyes de la gravedad histórica, Fidel Castro Ruz sigue inamovible sentado en el trono de esa dictatorial monarquía hereditaria en que ha devenido la revolución cubana, muy del estilo de la monarquía heredada por el hijo de Kim Il Sun en Corea del Norte. Cuarenta y cinco años ininterrumpidos de Poder absoluto – el mayor reinado de gobernante alguno en el pasado siglo y pueda que en la historia moderna - , que podrían extenderse aún por tanto tiempo como resistiera el cuerpo del caudillo, en su ensangrentado y ya descascarado perfil hoy muchísimo más cercano a Chapita Trujillo o a Anastasio Somoza que a Antonio Maceo, a José Martí o a Vladimir Ilich Ulianov, Lenin. A una distancia de quinientos años ha gobernado a la isla descubierta bajo el reinado de Isabel la Católica y Fernando II, por mucho más tiempo que los monarcas que la descubrieran. Más incluso que quienes la colonizaran durante todo el siglo XVI: Carlos V, que gobernó cuarenta años (1516-1556) y Felipe II, su hijo, que gobernó 42 (1556-1598). Para culminar el periplo gobernando más incluso que Francisco Franco, que murió cuando cumplía apenas 37 años de gobierno. Ha superado con largueza a Stalin, que sólo gobernó 29 años y a Mao, que no lo hizo más que por 27, ambos separados de sus cargos por la pertinaz insistencia de la muerte, que, cosa insólita, también parece temerle al caudillo caribeño. Y muchísimo más que todos los caudillos y dictadores que en América han sido. ¿Qué pensaría Salvador Allende de este protervo dictador aferrado a su trono con la misma ferocidad con que aprieta sus mandíbulas, luego de haber gobernado indiscutiblemente y sin aceptar consejo alguno por más años que el promedio de edad de todos aquellos súbditos sobre quienes gobierna? ¿Qué porcentaje de la isla no había nacido hace cuarenta y cinco años? ¿Qué porcentaje de cubanos adultos hoy vivos no han conocido otro sistema de gobierno ni otro gobernante que nuestro anciano dictador y su régimen autocrático? ¿Cuántos latinoamericanos adultos le han superado en edad de dominio político? Al día de hoy y hará pronto dos siglos Fidel Castro será el más longevo y el más duro e implacable dictador de toda nuestra historia republicana. Ha cumplido con creces el sueño con que librara la guerra de guerrillas contra el mediocre y desmoralizado ejército de Fulgencio Batista, según cuentan quienes estando a su lado le conocieron en la mayor intimidad: pasar a la historia por haber logrado poseer la mayor cantidad de Poder imaginable durante la mayor cantidad de tiempo posible. ¿Qué opinión le merecería este hecho a un demócrata tan constitucionalista como indiscutiblemente lo fuera Salvador Allende, que no alcanzó a cumplir tres años de gobierno?

 

                             Como cantaría el bardo: the answer, my friend, is blowing in the wind, the answer is blowing in the wind.

 

6.-                         Todo esto, que no es poco, me ha saltado a la mente al recibir desde Argentina el correo electrónico de una dueña de casa que confiesa haberse conmovido hasta las lágrimas escuchando el tierno, combativo y magistral discurso de Fidel Castro Ruz el pasado lunes 26 de mayo de 2003 en las repletas escalinatas de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. “Potencia humanitaria” llama nuestra buena señora a aquel volcán que le tocara en lo más profundo del corazón mientras pelaba cebollas y cortaba zanahorias para cocinarle a su hijita de cinco años. Atravesando un desierto de lágrimas y sufrimientos causados por una feroz dictadura militar y la frustración por tanto indigno gobierno peronista – si no pecamos otra vez de redundancia en los términos – la voz cascada, bronca, trepidante y a veces apenas audible del anciano y ya decrépito dictador logra sacudirse de una historia sangrienta y aterrante para encender el último rescoldo de un corazón que fuera revolucionario y ya casi había olvidado la pasión juvenil que todos tuviéramos hace treinta años. De pronto me asombro, cantando en voz baja como en el reciente CD de Joaquín Sabina: “parece que fue ayer...”

 

                             Me asalta el último flash back: recuerdo haber apagado la luz del apartamento en que vivía en una concentrada y altamente poblada urbanización de clase media en la Avenida Carlos Antúnez, de Providencia, echándome en el piso de la sala para escuchar aquella última noche sin ser observado por mis curiosos e indignados vecinos el discurso de despedida de Fidel Castro Ruz desde el Estadio Nacional de Santiago de Chile, que muy pronto se convertiría en el presidio más gigantesco de nuestra historia. El ensordecer bullicio de las cacerolas que atronaban por toda mi urbanización me obligó a ponerme los audífonos y a subir el volumen de Radio Portales, la emisora del gobierno,  casi hasta el aturdimiento. Hacía exactamente un mes, cuando escuchara su primer discurso transmitido en vivo y en directo desde alguna ciudad del norte, nadie reclamó: no se escuchó ni una discordante cacerola. Pero el odio contra Fidel Castro entre la población de oposición – ya mayoritaria – había encontrado suficientes motivos como para levantarse en armas de cocina e iniciar una guerra sorda y tenaz que no terminaría formalmente sino el 11 de septiembre de 1973, un año y medio después. Y continuaría luego con un rencor y un odio soterrados aún no superados. Sus esbirros habían protagonizado bochornosos incidentes callejeros exhibiendo todo el matonaje de que solo unos aparatos de seguridad insolentes y habituados a la impunidad del tradicional pistolerismo cubano podían ser capaces. Castro había hurgado en la herida nacional hasta impedir cualquier asomo de cicatrización y en el colmo del despecho por la oposición que su visita fuera encontrando en gran parte de la población se despedía en ese discurso final augurando los peores desastres y ratificando que a su paso por Chile se fortalecían sus neuronas combativas y revolucionarias. Ya las multitudes afiebradas parecían abandonarlo: fueron dejando las graderías del Estadio Nacional cansados por tantas horas de inútil logorrea. Al término de la maratónica alocución, cuando abrasado en las llamas de su propio discurso ya fuera cenizas, nos aseguró que se iba más revolucionario que cuando llegara. No quedaban en el estadio más que algunos pocos fieles del MIR. Fue la suya de entonces una patética  declaración de guerra no sólo contra la derecha chilena, sino contra la propia Unidad Popular y el demócrata admirable que era Salvador Allende. De entonces en adelante, hasta la consumación de la tragedia, todos sus desvelos se dirigirían al secretario general del MIR, camarada Miguel Henríquez, y su embajada se convertiría en la oficina de correos de sacos de valija diplomática cargados de fusiles ametralladoras para cuando el enfrentamiento armado. Que jamás tuviera lugar. Y que en el colmo del absurdo le fueran negados a Andrés Pascal Allende a media mañana del martes 11 de septiembre, cuando arriesgando su vida se apersonara en la embajada cubana a buscarlos para ver si con ellos se podía improvisar alguna escaramuza de defensa de un régimen que ya había sucumbido al gigantesco poder de fuego de todas las fuerzas armadas del país.

 

                             Si entonces le fallaron sus cálculos y nada pudo hacer por evitar la ferocidad del siniestro golpe de Estado del 11 de Septiembre de 1973, consumado con la minuciosidad de una operación quirúrgica en pocas horas, una década después y con el auxilio de Marta Harnecker lograría convencer a Gladys Marín, sobreviviente a cargo de la secretaria general del Partido Comunista, de intentar el derrocamiento del dictador por vía armada, aportándole toneladas de armas que terminarían en las manos de la DINA, el feroz aparato de seguridad pinochetista, poco después de ser desembarcadas en las desoladas costas del Pacífico chileno.[10] Al costo de la práctica desaparición de dicho partido como auténtico factor de poder para impulsar e implementar el proceso de transición. En todos estos largos e interminables años – ya más de treinta, que no es poco - millones de cubanos fueron empujados al destierro. Decenas de miles de otros fueron asesinados, torturados, encarcelados, discriminados y perseguidos. Una cantidad incalculable, pero que seguramente supera varios miles de desamparados, modestos y angustiados ciudadanos cubanos de toda edad, sexo y condición, desaparecieron en las aguas infestadas de tiburones del mar Caribe pretendiendo escapar hacia lo que consideraban una tierra de promisión. Y recién ayer fue condenado a larguísimas penas de prisión un importante número de periodistas disidentes y fusilados tres infelices por el delito de secuestrar una nave para permitirles a ellos y sus familias escapar del “primer territorio libre de América”. Todo este gigantesco sacrificio ¿a cambio de qué? De una revolución  que degenerara  a poco andar  en un sistema policiaco y autocrático como no conociéramos otro en América Latina, en el que la delación no encuentra otra alternativa que el cinismo y la hipocresía y en el que la supervivencia sólo se obtiene por medio de una falsa adhesión al autócrata o de una canallesca complicidad con su aparato de sumisión.

 

                             Donde hubo fuego cenizas quedan. En ellas hurgan con sus sucios dedos los epígonos de todo signo y condición: desde fascistoides y trasnochados militarotes golpistas hasta politicastros inconscientes. Viven del rescoldo que brilla tenue y débilmente en los fatigados y ya cascados corazones de quienes fueran – fuéramos - derrotados por culpa de absurdas y  nunca rectificadas políticas suicidas. Que después no nos digan que treinta años no es nada...

 

7.-                         Como para justificar una vez más el malhadado sino del realismo maravilloso que parece condenarnos, una vez más el ya deshilachado fantasma de la revolución recorre los polvorientos caminos de nuestros atribulados países. Esta vez legitima el dictum marxiano de que la historia se repite, así sea bajo la forma ridícula de una farsa. Un anciano desdentado y como agarrotado por tanto ejercicio represivo se vuelve a echar tras las delirantes ilusiones quijotescas de un pasado cuyas heridas aún sangran. No le acompaña esta vez la imagen romántica de un soñador argentino con rostro de cristo resucitado, sino la sanchezca de un teniente coronel golpista, ahíto, lenguaraz y desinhibido que en casi sarcástica versión cervantina no carga una ametralladora sino la reproducción facsimilar de la refulgente espada de Simón Bolívar. Ambos pacen a la sombra de la frondosa Barataria del escudero, echados sobre gigantescas reservas petrolíferas y rodeados de ríos inmensos y de exuberantes paisajes ricos en oro y diamantes. Parecen querer hacerse a la aventura de desfacer entuertos entre los molinos de vientos de una sociedad globalizada y prisionera de redes electrónicas inimaginadas hace cuarenta y cinco años, cuando nuestro ensangrentado Quijote se había hecho con el poder de su propia ínsula a punta de pistolas y el otro aún no aprendía a limpiarse los mocos.

 

                             Tras cuatro años de gobierno, Castro no se ha atrevido a visitar a Chávez en el mismo plan irreverente con que abrumara al pobre Chicho Allende y a su atribulada Unidad Popular. Ha aprendido a dominar el arte de la simulación. Pero aseguran fuentes absolutamente confiables que suele llamarlo tres o cuatro veces diarias por teléfono, aconsejándole minuto a minuto acerca de lo que debe o no debe hacer para terminar por doblegar al levantisco espíritu del pueblo venezolano – muchísimo más alebrestado, igualitario y feroz que el cubano - y recibiendo en recompensa un pago tremendamente oneroso para esos mismos venezolanos: cincuenta mil barriles diarios de petróleo que jamás serán cancelados por una economía absolutamente arruinada y al borde de la bancarrota como la del régimen castrista. Para lo cual el complejo cordón de seguridad de nuestro inefable teniente coronel ha debido invertir decenas de millones de dólares en sistemas de comunicación blindados a oídos curiosos. Pero ni al maestro ni al epígono le preocupan tales bagatelas: lo suyo es afianzar y extender su poderío, volviendo a incinerar al continente en las llamas de la revolución. Si hace medio siglo Castro lo hizo bajo las espurias banderas del marxismo leninismo –cuando incluso invadiera con sus mejores hombres las serranías de Anzoátegui, en el Oriente venezolano, y de Falcón, en el Occidente, para hacerle la guerra a su mortal enemigo, Rómulo Betancourt y su obra, la democracia venezolana - hoy  ambos lo intentan bruñendo la espada de papel de Simón Bolívar, el anti liberalismo visceral que los caracteriza y la lucha contra la globalización de la mano de cocaleros, piqueteros e indigenistas afiebrados. Y para colmo, cosa más que insólita, utilizando a las corrompidas y desencajadas fuerzas armadas venezolanas, convertidas en grupo de choque. Poco importa que la pureza ideológica del Ché Guevara y su hombre nuevo cedan el paso a una confusa y heteróclita doctrina política que combina el fascismo carapintada inventado por el ideólogo argentino Norberto Ceresole, recientemente fallecido, con ideales y reivindicaciones decimonónicas, como el amarillo liberalismo zamorano en cuyo nombre se librara entre 1858 y 1863 una de las más feroces guerras civiles de la historia venezolana. Ni que en lugar de la comunión ideológica, bellas canciones trovadorescas y Casas de las Américas se ofrezcan como carnada para alcanzar el anhelado “internacionalismo proletario” rebosantes pozos petroleros, refinerías a la puerta, préstamos sin retorno, triangulación de inescrupulosas transacciones comerciales y una pura y simple contratación de publicistas y agencias de marketing internacional a cambio de multimillonarios honorarios en moneda extranjera: pregúnteselo a Ignacio Ramonet. Sin contar con el extraordinario servicio de hermosas jineteras a la disposición del turismo de aventura para la ya jubilada progresía europea. Como en los mejores tiempos de la Cuba colonial, cuando La Habana era el obligado puerto de salida de la flota imperial y sus prostíbulos de bellas mulatas esclavizadas los más afamados lupanares del mundo entero.[11]

 

                             No más que un minúscula élite de los militares que le acompañaron en la fallida aventura golpista de 1992 – que indignara al mismo Fidel Castro, entonces aliado y amigo personal del socialdemócrata Carlos Andrés Pérez, al borde de ser asesinado por las tropas del paracaidista - de entre los millones de venezolanos que votaron por Hugo Chávez Frías en 1998 tenía conciencia de los embozados objetivos perseguidos por el teniente coronel cuando se presentó a la contienda por la presidencia de la república. Una ingenua y desencantada masa electoral le brindó su apoyo creyéndolo el sincero reparador de viejas injusticias sin otro propósito que enderezar la torcida democracia venezolana y castigar a la corruptocracia que la llevara al borde del abismo. Aunque en comparación con la situación en que hoy se encuentra, la democracia venezolana fuera, en diciembre de 1998, un caso de escrupulosidad y transparencia digno de figurar como ejemplo en La Democracia en América, de Alexis de Tocqueville.

 

                             De todos los mandatarios del mundo que asistieron a la transmisión de mando en Febrero de 1999, incluido el príncipe Felipe de España, el único enterado de los secretos propósitos del presidente Chávez era – no podía ser menos – Fidel Castro. Rompiendo lanzas por el recién indultado teniente coronel y a manera de venganza personal contra el entonces presidente Rafael Caldera, al que aborrece, Castro recibió personalmente en 1995, poco después de ser indultado precisamente por el mismo Caldera, a Chávez en el aeropuerto de Rancho Boyeros con fanfarrias dignas de un presidente de gobierno, aunque Chávez no fuera por entonces más que un esmirriado y flacuchento teniente coronel en retiro, vestido religiosamente de liqui-liqui, el atuendo folklórico de los hacendados venezolanos que hoy sólo se usa en escenas costumbristas del teatro o la televisión, y que no tendría entonces más popularidad que la necesaria para ser electo concejal de un apartado y selvático municipio de la república.   Ya entonces, avezado tahúr de la política, Castro apostó al prospecto, a pesar de que era el hazmerreír de la clase política nacional y no lo tomaban en serio sino una docena de afiebrados fascistoides golpistas del patio. Entre los cuales un bizarro político de la extrema izquierda, José Vicente Rangel – él mismo tres veces candidato a presidente de la república y amigo personal tanto de Salvador Allende como de Fidel Castro – y su padrino, el anciano Luis Miquilena, un rico hacendado de lejana procedencia comunista. Pueda que la obra de ingeniería electoral que llevara a Chávez hasta la presidencia de la república haya estado en manos de estos tres personajes: Castro, Rangel y Miquilena. Todos, guardando las debidas distancias y proporciones, tal para cual.

 

8.-                         Cálculos más o menos fidedignos cifran en varios miles la cantidad de agentes cubanos de toda suerte y condición infiltrados en la nomenclatura política y militar del gobierno de Hugo Chávez. Y continúan llegando en una suerte de puente aéreo de grandes cruceros Antonov a razón de 300 mercenarios por envíos diarios, a vista y paciencia de quien quiera observar los pesados transportes rusos procedentes de la Habana estacionados en el presidencial Hangar 4 del aeropuerto de Maiquetía,  donde pacen protegidos por las autoridades civiles y militares que aún respaldan al ex militar golpista. Sorprende ver bajar de esos gigantones rusos a estos “alfabetizadores” a cargo del hombre de seguridad de mayor confianza en el entorno del teniente coronel, el ex capitán golpista y streaper Eliécer Otaiza, de quien se podría decir como solía decir mi madre de un analfabeta que regentaba una escuelita en nuestro barrio: maestro ciruela, no sabe escribir y tiene escuela. Miden casi dos metros, tienen la apostura hollywoodense de campeones de boxeo completo y caminan con la cadencia de los curtidos comandos de Ogadén.  Todos esos hombres, teledirigidos desde La Habana directamente por su comandante en jefe, participarán en los planes preparados por el estado mayor de la revolución chavista para desestabilizar el país, desatar el caos, imponer un estado de excepción y tratar de impedir la realización de un referéndum revocatorio o de cualquier otra medida tendente a sacar del Poder a quien ya se ha ilegitimado hasta la saciedad, así la opinión pública internacional insista en hundir la cabeza en la arena. Y si es necesario, enfrentarse a los sectores constitucionalistas del ejército y empujar al Apocalipsis de una guerra civil. Ya tienen un grueso antecedente: participaron de una u otra forma en los bochornosos sucesos del 11 de abril de 2002, en los que un autogolpe seguramente recomendado por Fidel para destapar todas las cartas ocultas del anti chavismo en el seno de las fuerzas armadas, tal como él mismo lo escenificara a mediados de 1959 para deshacerse de los restos “contrarrevolucionarios” de la dirigencia del proceso,  se encontraría de sopetón con un golpe improvisado a la carrera por sectores de la oposición que controlaban al propio Estado Mayor.[12] Como en una chaplinesca comedia de enredos, unos y otros se sorprendieron el mismo día y a la misma hora con las manos en la misma masa, terminando en un desenlace digno de los hermanos Marx: acorralados entre los talibanes de ambos extremos, los mismo oficiales constitucionalistas que lo sacaron del mando, lo trajeron de vuelta ante la vergüenza del personaje que viejos sectores políticos, de la iglesia y el empresariado encargaran del poder político: un empresario de segundo rango, sin la más mínima idea de cómo se cuecen las habas a esas peligrosas alturas del Poder.

 

                             Podrá parecer cómico y digno de la estética del realismo maravilloso. Pero lo cierto es que ese día y por primera vez en la historia bicentenaria de la república, una nutrida banda de pistoleros le cayó a tiros a una inerme manifestación de más de un millón de personas, asesinando a una veintena e hiriendo a otra centena. Si no hubo más cadáveres fue por milagro divino o impericia de los bandoleros. La mano de Castro no pudo estar lejos de estos sucesos: se mantuvo en contacto ininterrumpido con su discípulo, al que en otro lance del arte de la comedia le exigió no se inmolara como lo hiciera su viejo amigo Salvador Allende. Chávez,  no precisamente hecho de la heroica madera del chileno, corrió más que presuroso a obedecerle: se entregó sin disparar un tiro esa misma noche, llamando a su aborrecido arzobispo de Caracas, según rumores posiblemente ciertos él mismo consejero del cortísimo reinado de Pedro Carmona,  - desde entonces apodado por los venezolanos Pedro el Breve - para que viniera a protegerle su vida.  La tragedia volvía a repetirse, y otra vez como farsa.

 

                             Chile sólo disponía de coraje y pobreza. Los precios del cobre estaban por los suelos, todos los créditos internacionales le fueron vedados por el todopoderoso Club de Paris, el gigantesco poderío conspirativo y financiero de la CIA fue desatado contra un gobierno legítimo y ningún gobierno de la región tuvo la dignidad de alzar su voz en defensa del pueblo chileno y su gobierno en el seno de la OEA. ¡Cómo han cambiado los tiempos, ahora a favor de un gobierno seudo revolucionario, ilegitimado, fascistoide y corrupto!  Fidel Castro ha sacado las conclusiones del caso: no obtuvo de la tragedia chilena más que viudas, huérfanos, canciones y desterrados. Espera recompensarse con la Venezuela de Chávez. Ella duerme sobre una de las más grandes reservas petroleras del mundo y ocupa uno de los espacios geoestratégicos más importantes del hemisferio. No sólo domina sobre el frente norte de Sudamérica sino que se desliza a través de sus llanos y selvas hasta el corazón del continente, penetrando por Roraima en el Brasil y por los llanos de Apure en Colombia, en donde un ejército de más de veinte mil guerrilleros armados hasta los dientes con armas sofisticadas  lucha palmo a palmo por la conquista del Poder. Indicios más que evidentes apuntan a una sólida complicidad del gobierno venezolano con las guerrillas de las FARC y el ELN. Fronterizo con aquel, otro militar golpista ha conquistado el gobierno. Aledaño, el sub continente brasileño se encuentra en manos de un ex sindicalista de origen trotskista, Luis Ignacio Lula da Silva, amigo personal y también discípulo del viejo caudillo cubano. Argentina, el gigante herido, busca a tientas el camino de salida del túnel en que se metiera de la mano del peronista Menem haciendo uso de otro guía peronista, éste de izquierdas, - si ello es conceptualmente digerible – Néstor Kirchner. Tras él la mano de Duhalde, el ex presidente interino, y el coqueteo indisimulado del peronismo anti menemista con los piqueteros y sindicalistas del difuso populismo argentino de izquierdas vuelven a querer encender los apagados hornos de pasadas tragedias. Una suerte de Tricontinental en familia pareciera volver a dibujarse en el horizonte. Aunque Lula, el ex sindicalista revolucionario, pareciera acomodarse en el rol del estadista que la octava potencia económica mundial requiere, echando por la borda delirios suicidas y apuntando más bien a soluciones modernas y genéricamente socialdemócratas. Kirchner y Gutiérrez no tendrán otra alternativa, como por lo demás el presidente del Perú – todos bajo la presión rectora del ejemplo de Ricardo Lagos, un socialista que parece dispuesto a romper las cadenas que nos unen a la mítica tradición de nuestros delirios y a la vocación de Sísifos idiotas de nuestros trasnochados caudillos. 

 

                             Sobre las escalinatas de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, el decrépito caudillo riza el rizo de sus fantasías e ilusiones. Sabio, cruento y astuto, como todo dictador de tal peso y longevidad, sabe que Chávez tiene los días contados y que en Colombia terminará por imponerse la negociación. Desde su mañosa clandestinidad, Sadam levanta el ridículo espantajo del fracaso ante el inevitable poder del Hegemón.  De allí que todas las preguntas que aquella noche despertara Fidel en su enfebrecida audiencia universitaria no tuviera otro valor que el de una trasnochada retórica: ¿morirá sin ver cumplido su máximo ideal de dominar en solitario el continente? Si así no fuera, y lo más seguro es que no lo sea, podrá escribirse sobre su lápida: aquí yace un delirante que por un tris no desató una conflagración nuclear.  Su obra, medida en vidas, destierros y sacrificios, no pesará lo que una pluma. Pero sus fervorosos admiradores, que los seguirá habiendo mientras en nuestros países la devoción pese más que la razón, se dirán, parafraseando el maravilloso soneto de Quevedo: “polvo será, mas polvo enamorado”.

 

 Antonio Sánchez García

[1] Régis Debray, Allende habla con Debray, Revista Punto Final Nº 126, Santiago, 1971.

[2] Acrónimo para Grupo de Amigos del Presidente, aparato de seguridad personal del presidente Allende formado por militantes del Partido Socialista y del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), dirigido entre otros, por el socialista Max el “guatón” Marambio, hoy prominente y próspero empresario y aparatschick  (con el rango de Mayor del MININT)  de los servicios de seguridad cubanos.

[3] Ocuparían tres carteras ministeriales en el primer gabinete del gobierno de Gabriel González Videla (1946-1952). Empujado por liberales y radicales, pero sobre todo por el Departamento de Estado de los Estados Unidos y los nuevos aires de la guerra fría, los expulsaría a los pocos meses, empujándolos a la clandestinidad de la que no saldrían hasta finales del gobierno del General Carlos Ibáñez del Campo (1952-1958).

[4] Consultar Norberto Fuentes, Dulces Guerreros Cubanos, Seix Barral, Barcelona, 1999.

[5] Revolution dans la revolution, François Maspero, Paris, 1968.

[6] El entendimiento programático entre Salvador Allende y el Partido Comunista de Chile se manifiesta ya durante la conformación del Frente del Pueblo, alianza electoral creada en 1952 entre el Partido Socialista de Chile, pequeña escisión del Partido Socialista Popular –que Salvador Allende ayudara a fundar en 1933 y del que terminaría expulsado bajo la secretaría general de Clodomiro Almeida por negarse a obedecer las directrices del partido de respaldar al caudillesco general Carlos Ibáñez del Campo en las elecciones presidenciales de ese mismo año y lanzar su propia candidatura -, y el Partido Comunista de Chile, alianza que sostuviese la primera de las cuatro elecciones presidenciales en las que participaría Allende. Los términos programáticos supra clasistas del PC y del FRAP quedaron señalados en entrevista con el diario La Nación el 1 de septiembre de 1952, a días de la primera derrota electoral de Allende: “Su propósito era unir, alrededor de la clase trabajadora, los elementos más conscientes de la sociedad chilena: ‘campesinos y agricultores progresistas, empleados, artesanos, maestros e intelectuales, profesionales, comerciantes e industriales con sentido nacional; mujeres y jóvenes ansiosos de producir un cambio profundo’.” La misma política sería sustentada en 1964, durante el tercer intento de Allende por conquistar la presidencia de la república aliado al PC. El 5 de enero de 1964 Luis Corvalán, secretario general del PC declararía: “No es un candidato exclusivamente marxista. Dentro del FRAP y alrededor de la candidatura de Allende hay marxistas y no marxistas, católicos y protestantes, ateos y creyentes, hombres progresistas, mujeres y jóvenes de diferentes clases y estratos sociales”. Diana Veneros, Allende, páginas 208 y 232. Santiago, 2003.

[7] Sonará a irónica trastada de la historia, pero Barbarroja terminaría desposado con la chilena Marta Harnecker, asilada en Cuba luego del golpe de Estado de 1973 y divulgadora a través de sus popularizados manuales del más ramplón marxismo imaginable, fuente bíblica de la religiosidad de los burócratas aniquilados por los hermanos Castro.

[8] Que treinta y cinco años después el mismo Volodia Teitelboim, ya un anciano,  declare públicamente su devoción por el autócrata que lo humillara entonces y acepte jubiloso los fusilamientos de La Habana y la prisión del periodismo disidente, no es más que una prueba irrebatible de los devastadores efectos de la senilidad, por no hablar del clásico lacayismo intelectual tan propio de la militancia comunista.

[9] Cf. Jorge Edwards, Persona non grata, Barral Editores, Barcelona, 1973.

[10] Consultar el reportaje especial Los años Verde Olivo en el periódico chileno La Tercera de la Hora.

[11] Consultar Manuel Moreno Fraginals, Cuba / España  España / Cuba, Crítica, Barcelona, 1995.

[12] A mediados de junio de 1959, Fidel Castro decide deshacerse del magistrado Manuel Urrutia, entonces formal presidente de la república, y del general Pedro Luis Díaz Lanz, a los que acusa de traidores. Consciente de la necesidad de dar un golpe de Estado, anuncia su renuncia y azuza a las masas en un feroz acto de repudio contra Urrutia y los “traidores”: “Fidel usa la televisión para dar un golpe de Estado. Se adueña totalmente del poder respaldado por el pueblo, al que ha manipulado sin escrúpulos. Las multitudes no lo perciben, mas las sombras de una nueva dictadura oscurecen los horizontes de nuestra patria.”  Huber Matos, Cómo llegó la noche, Pág. 330 ss. Barcelona, 2002. Ya redactado este capítulo leo en El Nacional del domingo 21 de Septiembre las siguientes declaraciones del General de aviación disidente, Pedro Pereira: “El 11 de marzo, exactamente un mes antes del 11 de abril de 2002, yo hablé con el presidente Chávez, a propósito de unos rumores y comentarios que se hicieron en reunión de generales. Antes había hablado con Lucas Rincón  (entonces Inspector General de las Fuerzas Armadas, único oficial venezolano de tres soles desde el presidente Eleazar López Contreras, quien gobernara entre 1935 y 1941, y hoy Ministro de Relaciones Interiores, N. d. A.), a quien le dije de la A a la Z – desde los actos de proselitismo que se hacían con los colchones y los caballos en el Fuerte Tiuna, hasta lo que se hizo con la Comandancia General de la Aviación, que fue mudada a Maracay y convertida en regimiento del ejercito, tal como era hace 80 años -, nada de eso me lo pudieron rebatir. No solamente lo dije yo, también lo hicieron otros oficiales. Lo que quería Chávez era saber quiénes eran los individuos que no le permitirían llevar adelante su proyecto político. A partir de ese momento se planifica la reunión maquiavélica de Maracay, en la que el G-2 cubano, con toda seguridad, tuvo mucho que ver. Hay una similitud con el episodio en el que Fidel Castro depone al presidente Urrutia en Cuba, con una jugada maquiavélica, de esas en la que el individuo se arrodilla y saca a relucir un Cristo. -¿Hubo contragolpe? – Por supuesto que sí. Chávez estaba seguro de que la posición de la FAN era de rechazo a sacar las tropas para que reprimieran al pueblo. Él lo sabía y aprovechó eso para dar el contragolpe”.

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