La revolución ha terminado

COLETTE CAPRILES

colettecapriles@hotmail.com

A sí lo decretó lacónicamente Napoleón Bonaparte en noviembre de 1799, mientras se disolvían las instituciones revolucionarias que tras diez años dejaban a Francia dividida e impotente ante sus propias contradicciones.

Como tantos dichos de Bonaparte, la frase es a la vez verdadera y falsa.

La recuperación de las formas monárquicas que emprendió Napoleón muestra que el paréntesis revolucionario no había borrado la nostalgia popular por la centralización y las jerarquías, mientras el carácter burgués del régimen napoleónico, y su obsesión de legislar para crear un orden racional, ponen de manifiesto que el viejo ordenamiento, definitivamente suprimido, seguía sin embargo vivo en el nuevo. La revolución sería como un paréntesis, una especie de túnel del tiempo, que lleva al mismo lugar que la historia ya ha prediseñado, sólo que más rápido.

A lo mejor resulta que las revoluciones se acaban cuando son declaradas clínicamente muertas con una frase memorable. O quizás, en realidad, las revoluciones no son sino "actos de habla" (como diría Searle), o sea, palabras que causan efectos prácticos, y se crean o destruyen discursivamente. Al principio era el verbo, siempre encendido e incendiario.

La pregunta sería: ¿cómo se sabe que una revolución ha dejado de ser? Si se supone que una revolución es un sobresalto entre dos épocas, una especie de pasillo agitado que une dos universos, su deceso estará marcado por el advenimiento de un nuevo orden, o mejor dicho, de una cierta normalidad.

Cuando se vuelva costumbre, pues.

Cuando, en definitiva, se encuentre inevitablemente con el pasado del que se desprendió y que tanto quiso combatir. La revolución exitosa es la que muere mientras contribuye a integrar pasado y futuro, es decir, la que termina negándose a sí misma admitiendo que las sociedades no se mueven a saltos y rupturas sino por complicadas síntesis de lo nuevo y lo viejo. Pero la revolución quiere ser eterna, siempre hay en las revoluciones un impulso a perpetuarse como excepción perenne, con esa suspensión de la historia que en Cuba, por ejemplo, convirtió las calles y los cuerpos en ejemplares de un museo de cera mal mantenido. En la Unión Soviética, en los países del "campo socialista", hasta el futuro era viejo. La representación de lo contemporáneo y de las delicias tecnológicas del porvenir apenas alcanzaban a actualizar las contrastadas imágenes de Fritz Lang.

Nunca son los revolucionarios los primeros en percibir las pestilencias del cadáver de la revolución, protegidos como están, siempre, por ideológicos pañuelos en la nariz.

Y lo que suele ser más paradójico es que el anuncio de una revolución produce, por sí solo, efectos revolucionarios que quienes mandan no pueden advertir. Lo importante son los efectos inesperados, imprevisibles. Por eso mismo, aunque haya parecidos de familia entre las gestas revolucionarias, no hay una receta definitiva que les garantice (como dicen querer hacerlo)

desembocar en el mar de la felicidad. Más bien las repeticiones se reducen al comentario de Marx sobre el 18 Brumario: lo que primero es tragedia luego reaparece como farsa.

¿Y después de la farsa? ¿Quién recoge los desperdicios? ¿Cómo se recicla lo que aún pueda usarse? Hay algo cierto: las revoluciones se acaban desde adentro, cuando la tensión entre las fuerzas ortodoxas que han perdido el olfato y las fuerzas revisionistas que aún lo conservan se hace insostenible.

Y para esto no es necesario que la revolución haya cambiado nada. Puede tener éxitos o fracasos, no importa. Las revoluciones no mueren por ineficiencia, por su propia crueldad o por las injusticias que inevitablemente llevan aparejadas, sino por hastío.

Como una planta que se riega demasiado sin que produzca nada. Las consignas y las frases hechas se repiten incansablemente, pero cada vez más son puro ritual vacío que se recita mecánicamente sin que logren ocultar el terrible desencanto.

EL NACIONAL - Jueves 12 de Junio de 2008 Nación/15

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